LIMBO / CAROLINA PELERETEGUI 

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Los dieciséis relatos que componen LIMBO, primera entrega en libro de Carolina Peleretegui, no se ponen al abrigo restrictivo de ese título: no necesariamente suceden en ese lugar entre los vivos y los muertos de cierta teología. Por el contrario, cada uno roza acepciones que el término adquiere para referirse a fenómenos naturales, físicos, y hasta aquellos meramente lúdicos o domésticos.

Muchos recordarán haber jugado al "limbo", ese juego en el que hay que pasar bajo una vara la cual, a cada pasada, se va acercando más hacia el suelo. De similar manera los protagónicos de estos textos parecen vivir su vida intentado inútilmente no tocar la vara. Aunque sí la rozan, con mayor o menor estrépito, no porque quien los escribe lo fije de antemano sino porque aquí causa y efecto están siempre haciendo lo suyo. Hay frases premonitorias: “no sé de qué lado del alambrado estoy” o “a veces soy como un bote” y otras definitorias: “lo único con vida que le importa es él”. Peleretegui fluye para anotar conductas como la rutina matadora de todo amor, la ansiedad casi asesina, las fobias urbanas y suburbanas, la desposesión y la mezquindad, la hipocresía de algunas relaciones y hasta la potencialidad de abortar un suicidio. Y si usa lugares comunes, con ellos carga de verosimilitud sus historias.

El lector podrá seguir la compulsión de un obsesivo, el perfume de ciertos parajes del suburbio o el hedor cosmopolitano, regustar la sorpresa de una Polaroid, el encanto de la fenecida emisora Amadeus y la gracilidad cinemática de Fred Astaire. Cierta visión conectada con la domesticidad y que asoma en desayuno e infusiones es excusa para medir instancias de vida que hacen que la autora nos lleve a esa zona donde se devela más la llaneza a cara lavada que el intelecto maquillado  —dicho en otra palabras, ese “limbo” donde todos solemos ser más la taza de café que el azúcar que lo endulza. Hay concesiones, sí, como la de una abuela que embalsama su gato o la del que, con o sin arrepentimiento, vuelve a ser parido.          

Una galería de creaturas, tipos y biotipos puebla estos relatos cuya clave deberá ser hallada en la certeza de observación de su autora. Dice (en El Galpón) uno de sus personajes: “me gustó sentirme una jaula vacía”. Y eso es metáfora de todo el contenido de LIMBO.

Carolina Peleretegui ha vaciado su jaula –que no es una pajarera- y nos confía ese zoológico tomado de una realidad que, curiosamente, va del limbo bíblico al estelar —ese que, al borde de una estrella, es menos brillante que su centro ilusorio.     

 

JORGE  PAOLANTONIO

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Los dieciséis relatos que componen LIMBO, primera entrega en libro de Carolina Peleretegui, no se ponen al abrigo restrictivo de ese título: no necesariamente suceden en ese lugar entre los vivos y los muertos de cierta teología. Por el contrario, cada uno roza acepciones que el término adquiere para referirse a fenómenos naturales, físicos, y hasta aquellos meramente lúdicos o domésticos.

Muchos recordarán haber jugado al "limbo", ese juego en el que hay que pasar bajo una vara la cual, a cada pasada, se va acercando más hacia el suelo. De similar manera los protagónicos de estos textos parecen vivir su vida intentado inútilmente no tocar la vara. Aunque sí la rozan, con mayor o menor estrépito, no porque quien los escribe lo fije de antemano sino porque aquí causa y efecto están siempre haciendo lo suyo. Hay frases premonitorias: “no sé de qué lado del alambrado estoy” o “a veces soy como un bote” y otras definitorias: “lo único con vida que le importa es él”. Peleretegui fluye para anotar conductas como la rutina matadora de todo amor, la ansiedad casi asesina, las fobias urbanas y suburbanas, la desposesión y la mezquindad, la hipocresía de algunas relaciones y hasta la potencialidad de abortar un suicidio. Y si usa lugares comunes, con ellos carga de verosimilitud sus historias.

El lector podrá seguir la compulsión de un obsesivo, el perfume de ciertos parajes del suburbio o el hedor cosmopolitano, regustar la sorpresa de una Polaroid, el encanto de la fenecida emisora Amadeus y la gracilidad cinemática de Fred Astaire. Cierta visión conectada con la domesticidad y que asoma en desayuno e infusiones es excusa para medir instancias de vida que hacen que la autora nos lleve a esa zona donde se devela más la llaneza a cara lavada que el intelecto maquillado  —dicho en otra palabras, ese “limbo” donde todos solemos ser más la taza de café que el azúcar que lo endulza. Hay concesiones, sí, como la de una abuela que embalsama su gato o la del que, con o sin arrepentimiento, vuelve a ser parido.          

Una galería de creaturas, tipos y biotipos puebla estos relatos cuya clave deberá ser hallada en la certeza de observación de su autora. Dice (en El Galpón) uno de sus personajes: “me gustó sentirme una jaula vacía”. Y eso es metáfora de todo el contenido de LIMBO.

Carolina Peleretegui ha vaciado su jaula –que no es una pajarera- y nos confía ese zoológico tomado de una realidad que, curiosamente, va del limbo bíblico al estelar —ese que, al borde de una estrella, es menos brillante que su centro ilusorio.     

 

JORGE  PAOLANTONIO